Celebración del triunfo del Apruebo. Imagen de Rodrigo Garrido / Reuters

El último año Chile se ha hecho notar a nivel internacional por la gran convicción de su población en querer cambiar las cosas. El país que alguna vez fue llamado «el jaguar de Latinoamérica», dio un zarpazo a los poderes fácticos y dio cuenta de quién o, mejor dicho, quiénes eran ese animal salvaje e indómito: la gente.

Y con gente hablo de la persona común y corriente, de quien corre tras el bus para llegar a tiempo a su trabajo de salario mínimo, de la mujer que cría sola a sus hijos, de jóvenes que recorren la ciudad entera por recibir una educación que no les asegura nada, de gente mayor que tras una vida de esfuerzo muere en la más absoluta pobreza, de enfermas y enfermos que se resignan ante el diagnóstico.

Aunque ha sido un proceso que venía cocinándose hace más de 10 años (comenzando con la «Revolución pingüina», la huelga nacional de secundarios en 2006), el hecho es que un día, solo un día, fue suficiente para que todas esas personas cambiaran el estatus de víctimas a vencedoras.

El 18 de octubre de 2019 significó el quiebre de un paradigma psicosocial que pesaba sobre los hombros del país. Es tan fuerte como que, a mis 35 años, por primera vez oí plantear en la discusión la palabra dignidad.

Parecía obvio, pero no. Chile era un país de sobrevivencia, y atravesábamos los días cumpliendo un verdadero pacto de silencio que nos impuso el proceso de transición a la democracia. «¿Qué sacas con quejarte?», «preocúpate de lo tuyo», «podrías estar peor» eran pensamientos totalmente asimilados por todas y todos, y ese día en que cientos de secundarios saltaron las barreras del Metro, ese día, entendimos el daño que nos habíamos causado. Entendimos que sí teníamos derecho a soñar.

A un año de aquel suceso, y a pesar de la Pandemia, el país entero renovó sus votos con la esperanza. Cambiar la Constitución escrita en dictadura tiene un peso tan grande como el de cortar la soga que llevas al cuello. Porque una generación votó que NO a Pinochet, pero sus preceptos seguían dominando, y el dolor de todas esas personas que no vieron regresar a sus seres querido era un cáncer que nos estaba matando.

Entonces, quien no comprenda por qué el plebiscito tuvo tal participación ciudadana, o por qué surge un número tan impactante como 78%, no sabe lo que es vivir sin expectativas. Quien no comprenda que millones de personas hayan desafiado la pandemia alrededor del mundo entero por decir «Apruebo», no sabe lo que es sentirse indigno.

Esta reivindicación la hemos visto antes en la historia; por eso, antes de alabar el ejercicio ciudadano de Chile, invito a hacer memoria. Antes de ensordecernos con los aplausos, invito a pensar. Chile hoy está representando un sentir que no tiene fronteras. Porque los seres humanos existimos para crear y soñar, y sin esas opciones estamos mutilados.

Más allá de sus consecuencias políticas, el valor del movimiento chileno es la reconexión y reivindicación de grupos invisibilizados. Es cómo estas personas se sintieron importantes por primera vez en sus vidas, se vieron y se cuidaron las unas a las otras. El problema no era económico, sino la falta de valor, respeto y reconocimiento.

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