por Esther Trujillo y Elvira Reche.

Estos días parece que nos estamos dando más cuenta que nunca que las emociones -las agradables y las desagradables- son parte importante de nuestras vidas, nos acompañan en cada cosa que nos ocurre, se cuelan en nuestras conversaciones. Las emociones (del latín e-motio) han estado siempre presentes en nuestra especie con la función de movernos, ayudarnos a alcanzar aquello que nos proponemos, incluido mantener el bienestar.

A lo largo de nuestra existencia las personas hemos venido desarrollando diferentes estrategias para regular nuestras emociones. Hace miles de años regulábamos el miedo al oír crepitar las hojas en el bosque ante la posibilidad de ser el almuerzo de un oso cavernario. En nuestros días, regulamos el miedo ante la posibilidad de ser contagiados por una amenaza invisible: la COVID-19. Hace miles de años regulábamos la frustración de no haber acertado con la flecha sobre la presa que nos daría de comer. En nuestros días, regulamos la rabia ante de los fallos en la conexión de videollamadas de trabajo, el ERTE que no avanza, el negocio que cierra, o frente a la incertidumbre de lo que nos encontraremos mañana.

Las emociones nos han acompañado siempre. Actualmente está muy de moda el concepto «gestión de las emociones». Es estupendo que así sea, pues, de momento, da por hecho que las emociones existen y nos influyen. Sin embargo, el trending topic es que hay que gestionarlas (o incluso, ilusoriamente, controlarlas), entonces hay algo que chirría, sobre todo si atendemos al hecho de que las personas no somos ninguna empresa que deba o necesite ser gestionada.

Los supuestos costes y beneficios emocionales poco saben de estrategias de gestión empresarial. Nos preguntábamos, al abordar este artículo, si es casual o simplemente una manera de hablar. Quizá es por la humana necesidad de «hacer algo» con lo que sentimos, aplicarle un proceso, parametrizarlo, darle sentido, gestionarlo. O, ¿qué tal regularlo?

Desde perspectiva de la persona, todo ser humano hace uso de la regulación emocional y tod@s sabemos, intuitivamente, cómo se hace. Muy resumidamente, podemos decir que la regulación emocional es el proceso a través del cual tratamos de modificar la expresión de una emoción ante una determinada situación. No parece un concepto de difícil comprensión, sobre todo estos días.

Todo el mundo anda regulando como puede las muy encontradas emociones que producen las restricciones de contacto o movilidad, la obligatoriedad de llevar la mascarilla, la limitación de aforos y actividades, el seguimiento de normas y pautas impuestas para relacionarse, la convivencia intensa con la incertidumbre e, incluso, el miedo al mañana.

En el lenguaje cotidiano, si preguntáramos a las personas qué hacen ante determinadas emociones, tendríamos un abanico de respuestas de tipo «pienso en otra cosa», «me encierro en la habitación y lloro», «me enfado y grito más de lo que me gustaría», «trato de organizarme», «pienso que todo mejorará», «hago deporte como un/a loco/a»; «veo series o pelis en Netflix»; «medito», «compro en internet», «cocino cosas ricas», «llamo a un amigo/a y hablo un rato». Cada cual se narcotiza como puede, decimos nosotras.

Pues bien, todas estas son estrategias de regulación emocional; acciones dirigidas a regular nuestras emociones. También hay formas menos vistosas o íntimas de regularlas: a través de pensamientos, como tratar de focalizarse en lo positivo cuando la situación nos sobrepasa o, al revés, culpar a otros de lo que ocurre. Serían estrategias de regulación emocional de tipo más cognitivo.

En psicología, las estrategias de regulación emocional se describen, clasifican y miden hace años. Desde una perspectiva más académica, el concepto de regulación emocional cuenta con la definición clásica de Thompson en 1994, donde la regulación emocional hace referencia a «todos aquellos procesos extrínsecos e intrínsecos responsables de monitorizar, evaluar y modificar las reacciones emocionales, especialmente su intensidad y duración». Ya ven, no hemos descubierto nada nuevo.

Al regular una emoción hay una mayor comprensión, reconocimiento y aceptación de la persona; mayor peso de su humanidad, mayor grado de libertad. Hay más amabilidad; quizá, incluso, mayor responsabilidad que al gestionar. Quizá sea una delgada línea la que separa ambos términos.

De la perspectiva académica también se van haciendo revisiones sobre la regulación emocional y su definición y, siguiendo con científicos consagrados en la materia, Gross considera la regulación emocional como «un campo de estudio emergente caracterizado por cualquier intento que hacen las personas para modificar, en alguna medida, la ocurrencia, intensidad o duración de un estado emocional, bien alterando alguno de los factores que anteceden a la emoción o bien modificando algún aspecto de la emoción en sí misma».

Si vamos a algo de corte más millennial como el buscador de Google, son varios millones de entradas de diferencia a favor de la popular «gestión emocional». Otros términos como autocontrolar o dominar las emociones también se usan en el día a día, imprimiendo un significado que parece estar lejano de la experiencia -por lo menos de la nuestra-, y nos surgen algunas preguntas: ¿gestiono yo mis emociones?, ¿las personas somos capaces de dominar o controlar nuestras emociones?, ¿acaso son procesos inmediatos, automáticos?».

La elección habitual de la palabra gestión parece otorgarle a las emociones, más que una función, un matiz de producto/servicio que, desde cierta perspectiva, intensifica la exigencia para ser más productivos, más eficientes. Llegados a este punto, honestamente, nos podemos preguntar si gestionamos bien o mal nuestra «empresa emocional». A veces podemos pensar que tenemos mala gestión emocional porque se nos acumula stock de rabia o frustración, se nos amontona la tristeza, hacemos corto de alegría, entramos en números rojos y todo ello, así en pack, nos puede hacer aparecer también la culpa, que empeora los resultados. Y ahí sí que toca revisar…

Afortunadamente y focalizándonos en lo positivo (como decíamos, siendo esta una estrategia de regulación emocional), lo colectivo ya lleva un tiempo movilizándose en varios sectores. Por ejemplo, hay acciones institucionales que han surgido con la pandemia encaminadas a qué hacer con las emociones, dirigidas al apoyo y la gestión del estrés agudo en la ciudadanía y al acompañamiento a familiares y pacientes en duelo por la COVID-19. También se han desarrollado aplicaciones y herramientas online a cargo de empresas del sector Salud y Seguros para ayudar a la ciudadanía en la gestión y la mejora de su salud emocional. Sí, seguimos usando el término gestión de las emociones.

Celebramos toda esta movilización colectiva para atender los efectos emocionales de la pandemia y creemos que es absolutamente necesaria. El tiempo y la evolución de los contagios dirá si suficiente. Sin embargo, de nuevo surgen preguntas: ¿qué nos había hecho negligir la existencia e importancia de las emociones cotidianas?, ¿las habíamos pasado a las tareas pendientes de nuestra agenda como temas a gestionar?, ¿acaso esta pandemia nos ha traído mayor conciencia sobre nuestras emociones y las de los demás, haciéndolas más visibles?, ¿estamos intentando regular nuestras emociones a marchas forzadas debido a la situación que estamos atravesando?, ¿se nos está haciendo difícil acomodar esas emociones que nos visitan?, ¿estamos tratando de evitarlas?, ¿gestionamos o regulamos?

Nos da la sensación de que la llamada crisis del coronavirus nos ha traído a todo el planeta, a todo sistema, sector, país, territorio, ciudad, barrio, familia, a todos y todas, otra obligación con la que no contábamos: el revisitarnos emocionalmente. Comprender, reconocer y actuar sobre aquello que sentimos será una de las puertas de entrada a un espacio regenerativo colectivo. Este espacio regenerativo nos invita, por un lado, a desarrollar acciones para gestionar de la mejor manera, dadas las circunstancias, nuestras empresas, organizaciones, universidades, hospitales, escuelas, espacios; y, por el otro, la de regular, también de la mejor manera posible y más conscientemente, nuestras emociones a fin de relacionarnos entre nosotr@s y con lo que nos ocurra de una forma más abierta, flexible, saludable y compasiva. Y que eso nos permita avanzar entre las incertidumbres presentes y futuras, que no son pocas.

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